“Futuro del trabajo” es quizás uno de los tópicos más abordados en los últimos 5 años en foros, publicaciones y diversos canales de divulgación asociados a recursos humanos y management. Bajo ese paraguas conceptual se han abordado y entrelazado diversas temáticas, algunas complementarias, otras solapadas: profesiones del futuro, necesidades del mercado laboral para los próximos 20 años, transformación y revolución digital, etc.
Dentro de este gran temario, se ha hecho particular hincapié en determinadas características que este posible futuro tendrá como axiomáticas. De acuerdo con los expertos, el futuro del trabajo estará signado por la complejidad, lo cambiante / caótico, la imprevisibilidad, la necesidad de velocidad de adaptación y resiliencia, la incertidumbre e incluso el caos. En definitiva, el ya famoso y mentado entorno VUCA.
Uno de los aspectos que más me han llamado la atención en esta avalancha de artículos, notas, conferencias, etc., sobre este tema era la omisión (a veces parcial, a veces total) respecto de las necesidades subjetivas del individuo y peligros que el llamado “futuro del trabajo” conlleva para éste. Es decir, ¿cuál es el futuro de las personas?
Mucho se ha hablado sobre lo que el “futuro del trabajo” nos exigirá (como si fuera un ente con vida propia) a nosotros los trabajadores, y como deberemos adaptarnos rápida y eficientemente al mismo para no quedar irremediablemente marginados y obsoletos para los tiempos por venir.
Sin embargo, poco se ha hablado de como acompañar a las personas con verdadera eficiencia y foco en lo humano, más allá de la mera advertencia acerca de qué nos exige el “futuro” de nosotros.
Más aun teniendo en cuenta que muchos de los conceptos asociados al futuro del trabajo son exactamente los mismos que se asocian a dos de los principales cuadros psicopatológicos contemporáneos; la ansiedad y la depresión. En este punto encontramos que sensaciones propias de estos cuadros son curiosamente descriptivas a su vez del “futuro del trabajo”; imprevisibilidad, miedo, percepción de amenaza, sentimiento de inutilidad, incertidumbre, inestabilidad, sensación de indefensión, etc.
¿Qué es “toxicidad positiva”?
Abro momentáneamente un paréntesis, y ante esto propongo remitirnos a uno de los conceptos más interesantes de psicología de los últimos años: toxicidad positiva.
¿Qué es toxicidad positiva? Si bien podríamos explayarnos largamente sobre la numerosa y más que interesante bibliografía al respecto, nos limitaremos a señalar que es un optimismo o positividad excesivo y sin anclaje en la realidad, que genera pensamientos y expectativas sobre una distorsión cognitiva que redunda final e indefectiblemente en una sensación de impotencia. Esta frustración genera a su vez sensación de culpa en el individuo ante el mandato de ser feliz y optimista, o peor aún, puede llevarlo a ser tildado como una “persona tóxica” no por su exceso de optimismo sino por quejarse o sentirse frustrado.
Cito aquí a José César Perales, psicólogo español; “El pensamiento positivo que nos bombardea sería sólo un poco enojoso, pero no peligroso, si no fuera porque, responde a una ideología y unas motivaciones económicas concretas, porque hace a las personas responsables únicas de sentirse bien, bajo la amenaza de ser tildadas de tóxicas, porque oculta las verdaderas causas del bienestar o malestar psicológicos, y porque interfiere con las intervenciones serias encaminadas a promover la salud mental y física”
En definitiva, el pensamiento tóxico positivo esconde bajo (aparentes) buenas intenciones una exigencia de optimismo y felicidad permanente hacia el individuo, bajo amenaza de ser tildado de negativo, quejoso, reactivo u otros calificativos sino responde a tal exigencia implícita.
Ahora bien, el optimismo es sano mientras la realidad lo permita. De lo contrario, ser optimista en el ámbito laboral a toda costa puede generar un tipo de sesgo cognitivo conocido como ilusión de control; el individuo cree estar en control de determinadas situaciones como consecuencia de su sesgo confirmatorio de la realidad. Lo mismo ocurre con mensajes como “No te rindas nunca” o “Siempre hay que mantener la visión positiva (de la realidad)”. No rendirse nunca esconde un metamensaje (a veces explícito en el ámbito laboral y amplificado por líderes): si no obtuviste determinados resultados es porque no te esforzaste lo suficiente. Sin embargo, no rendirse a tiempo no sólo puede ser contraproducente desde lo motivacional y además genera lo que en economía del comportamiento se conoce como costes hundidos; básicamente, mantener un nivel de esfuerzo en un determinado objetivo que termina arrastrando tiempo, energía y dinero indefinidamente. En este sentido, y como último ejemplo, cabe destacar que el sesgo que implica ser positivo siempre es el mismo sesgo conductual de patologías graves como la ludopatía y determinadas adicciones.
¿Qué debemos evitar y que podemos hacer desde las organizaciones, como responsables de RRHH y como individuos?
Ya sabemos (o creemos intuir) como será el trabajo en el futuro. Ahora, ¿qué debemos promover desde recursos humanos ante este escenario?
En este punto, retomo el rol clave como potenciales agentes de salud ante las emociones y sensaciones a veces amenazantes que genera el “futuro del trabajo”, o el trabajo en sí mismo. Huelga aclarar como esto puede amplificarse en un contexto socioeconómico de crisis semipermanente como ocurre en Argentina.
Uno de los puntos clave entonces, ante lo que el futuro del trabajo depara, es evitar justamente desde RRHH la toxicidad positiva. ¿Quién no se sintió alguna vez agobiado por lo que yo llamo “factor muro de Facebook” (o de Instagram, o de LinkedIN)? Es el bombardeo permanente acerca de conceptos vacuos propios de la autoayuda más simple y superficial.
El problema no pasaría de lo anecdótico o circunstancial sino fuera porque en ocasiones las políticas de RRHH (desde sus mensajes, contenidos de capacitación, esquemas de evaluación de desempeño, etc.) se suman a esta tendencia de “toxicidad positiva”.
No alcanza con estar más atentos a estos discursos y conceptos vacíos, que en el peor de los casos se arraigan y logran capilaridad en procesos de fondo como los señalados anteriormente; evaluaciones de desempeño, procesos de capacitación e instancias de feedback.
Uno de los puntos a evitar remite a ciertas muletillas (conceptuales o literales) repetidas en el ámbito laboral. En este punto, podemos ejemplificar algunas que seguramente resultarán familiares:
La “(alta) emocionalidad” como un problema:
¿Quién no escuchó alguna vez con cierto tono acusatorio el comentario o feedback “lo que ocurre es que es una persona emocional”? ¿Acaso existen “personas no-emocionales”? Más llamativo y manipulatorio es el hecho que se asocia la emocionalidad exclusivamente a emociones “negativas”: enojo, tristeza, preocupación. A nadie se le ocurriría “acusar” a un compañero, par o líder de ser muy emocional si las emociones presentes fueran alegría o felicidad. Discutir nuestras emociones no tiene sentido; lo que podemos hacer es ver qué es lo que las causa y trabajar sobre el contexto. En vez de bloquear la queja o el descontento, ver cuáles son los motivos latentes o no que suscitan estos emergentes. Ahora bien, la toxicidad positiva obtura precisamente esto: si siempre debo ser positivo y optimista, la queja es mala per se y el que se queja o demuestra malestar es (paradójicamente) una “persona tóxica”. En definitiva, se toma el atajo fácil y se barre el problema debajo de la alfombra.
Abrazar la falsa idea de adaptabilidad absoluta:
Otro de los conceptos sobre los cuales se insiste es el de adaptarse al cambio permanente, sobre todo en el terreno de lo que el “futuro del trabajo” nos depara. Sin dudas, la resiliencia y capacidad de adaptación son cualidades deseables y que facilitan el día a día de quien las posee, sobre todo en lo laboral. Ahora bien, suponer que debemos adaptarnos permanentemente no solo es falaz, sino que es peligroso para quien lo cree. El aprendizaje requiere tiempos de recuperación y descanso (el famoso “afilar la sierra”). Si esto no existe, no hay aprendizaje posible. En términos simples, y ejemplificando con algunos de los lugares comunes de la toxicidad positiva: salir de nuestra zona de confort y pensar fuera de la caja ocasionalmente es saludable. La exigencia de salir de nuestra zona de confort y pensar fuera de la caja permanentemente, por el contrario, es dañino. La exigencia de adaptabilidad perpetua y constante bajo la excusa de que el futuro (y presente) del trabajo es caos y cambio permanente es falaz e irresponsable, y es posible que esconda problemas de procesos, clima de trabajo y estructura nuevamente bajo la alfombra.
Todo es aprendizaje:
Como último ejemplo ilustrativo de toxicidad positiva, podemos revisar este concepto. Es cierto que de muchas circunstancias y situaciones, aún siendo negativas, podemos aprender y capitalizar bagaje de vida. Sin embargo, la toxicidad positiva muchas veces se oculta en la respuesta automática “de todo se aprende” cuando la misma funciona como justificativo para tolerar situaciones de disconfort o malestar en el trabajo. Por un lado, el aprendizaje real y eficiente requiere, como señalamos, tiempos de recuperación y rescate / debrief. Por el otro, aprender tiene sentido en el ámbito laboral si el balance final es positivo. Suponer que el aprendizaje obtenido como consecuencia de atravesar situaciones complejas o estresantes es motivo suficiente para seguir tolerándolas indefinidamente es un error de calibración gravísimo y que afecta directamente la fidelización de talento interno.
Entonces, ¿qué podemos hacer? Aquí algunas sugerencias para prepararnos para el futuro del trabajo sin caer en la toxicidad positiva:
Generar espacios de metaaprendizaje:
Aprender a aprender será el único aprendizaje válido. Teniendo en claro que la adaptabilidad técnica absoluta es imposible, las áreas de RRHH tienen como objetivo clave generar habilidades progresivas que promuevan la resiliencia para facilitar el cambio y la transformación, haciendo de esto una experiencia gratificante y no una espada de Damocles que se cierne sobre aquellos que no posean la “suficiente resiliencia” para el trabajo del futuro.
Administrar planes de carrera y desarrollo que alternen entrenamiento con recuperación:
Es decir, ser en extremo cuidadosos con los planes de carrera y asignación de roles y proyectos. Si bien hay determinados tipos de personalidad extremadamente plásticos y versátiles, para una amplia cantidad de individuos el cambio permanente es un estresor de peso particularmente significativo. Si desde las organizaciones adoptamos una actitud inquisidora ante quienes presentan mayores dificultades en este sentido, estamos desaprovechando un potencial de talento latente por el simple hecho de no acompañar el desarrollo de los individuos en la empresa.
Reconocer nuestras propias emociones vs. “el deber ser”:
En un mundo donde la “anestesia emocional” está a la orden del día, parar y entender no sólo que nos está pasando, sino qué estamos sintiendo se ha convertido en un ejercicio cada vez más necesario. Ante el bombardeo comunicacional de la toxicidad positiva, es de vital importancia para nuestro bienestar y salud psíquica reconocer nuestro malestar cuando ocurre, en tiempo y forma. Nada más patológico que obturar nuestras emociones bajo el mandato de cómo deberíamos sentirnos. Ejemplo gráfico de esto es el foco cada vez mayor en las habilidades socioemocionales en las currículas de escuelas y universidades.
Conclusiones. El rol de RRHH como agentes de salud.
Lo dicho hasta ahora no implica tolerar o fomentar la queja indiscriminada, las personalidades negativas per se o la posición de víctima. Por ser una verdad de Perogrullo no deja de ser verdad; todos los extremos son malos, y es tan patológico aquel que “vive” en la queja como aquel que vive en una felicidad forzada (y autoinculpadora ante el malestar ocasional y “normal”).
Evitar la toxicidad positiva no es otra cosa más que devolver la dimensión humana al individuo en el trabajo, dimensión que a veces parece desdibujarse bajo “espejos de colores” organizacionales.
Entender que los verdaderos cambios (los profundos, los duraderos, los que generan sano disconfort y aprendizaje real) surgen muchas veces de momentos de malestar y, porque no, de la queja y la rebeldía.
Categorizar (e implementar herramientas orientadas a esto) a alguien como quejoso, “emocional” o reactivo es quedarnos a la puerta del verdadero problema latente, corriendo el foco de atención y sobresimplificando el mismo. Desde RRHH debemos fomentar y promover espacios de honestidad emocional, donde se trabaje como agentes de salud sobre el malestar de fondo eventual sin pretender taparlo con toxicidad positiva o una forzada felicidad, más cerca de la manía patológica que del auténtico bienestar psíquico.
Patricio J. Navarro Pizzurno
Gerente General en Cia de Talentos Argentina